viernes, 19 de febrero de 2010

VIVENCIA: LO QUE UN HIJO NUNCA OLVIDA

Foto: El Editor Sr. Pepe Céspedes.

Foto: Pepe Céspedes con Don Paco


Foto: Pepe Céspedes en la época del suceso de lo escrito.

Foto: Paco Céspedes toreando en una plaza de pueblo (nótese que es un toro con kilaje)

Autor de la nota: Enrique Cano "Canito"
Cuando el cariño de los padres calan en los sentimientos de los hijos muchas veces se ven reflejados de una u otra manera. Corría los años 1980, yo veía que don Paco Céspedes se preocupaba bastante por el bienestar de sus hijos y como conversábamos de todo, un día le pregunté "¿Paco tus hijos mayores han toreado algunas vez?" y con una sonrisa de resignación me dijo "Sí, a Pepe lo llevé varias veces a las ganaderías y echaba capa allí. Igual a Martín también lo he hecho torear, pero agradezco a Dios que ellos se han dedicado a sus estudios. Pepe es Ingeniero tu sabes, Martín esta estudiando medicina, pero no por eso han perdido la afición. Mañana que vayamos a "Yencala" lo llevamos a Martín y le echamos una becerra para que veas que no lo hacen tan mal y ahora que está de vacaciones lo llevaremos en nuestros próximo viajes y notaras su afición. Y así fue, con él nos fuimos a varias corridas pero la que mas recuerdo fue una en Jaén.

Y ese tipo de vivencias de padres con hijos se guardan en el cofre sagrado del recuerdo así como este trabajo que les presento:

VIVENCIA: LO QUE UN HIJO NUNCA OLVIDA por Pepe Céspedes. Febrero, 2009.
"Este es el relato de una vivencia al lado de mi padre, un torero peruano de la época de los años mil novecientos cincuenta.

Diciembre, enero y febrero, son meses de verano en el hemisferio sur pero se les denomina el invierno en la sierra del Perú. La razón son las lluvias, producto de la evaporación en el Océano Pacifico, la cual se precipita en la cordillera, donde el clima se torna nublado y frío y se le denomina (erróneamente) "meses del invierno serrano" Sin embargo, Sócota en el departamento de Cajamarca, está ubicado en un profundo valle y allí el clima da cierta tregua para la celebración de sus Fiestas Patronales en Febrero, La Feria de la Virgen de la Candelaria.

Por este motivo, la Feria de Sócota, es una rareza de invierno en el calendario taurino del Perú y que a los toreros peruanos de la época que narro, les venía muy oportuno, ya que ese tiempo no es temporada de celebraciones de fiestas y por lo tanto no se daban corridas. Era la temida “época de las vacas flacas” donde en mi casa, había que recurrir a todos los ahorros y recursos para resolver los problemas de sobrevivir.

Las fiestas de Navidad y Año Nuevo y los inevitables gastos del inicio del año escolar en Marzo, debían haber puesto desesperación en el ánimo de mi padre que solo contaba con su oficio de matar toros bravos para mantener a una numerosa familia.

Con el tiempo, este razonamiento me haría comprender por qué mi papá, se puso tan contento aquel diciembre de 1956 cuando Don Domingo Centurión, lo fue a ver a nuestra casa de Tarata a contratarle y darle un anticipo para torear en Sócota.

Sócota, un distrito de la provincia de Cutervo, no tenia aún carretera en 1957 y los camiones cargueros (único medio de transporte) solo se arriesgaban a llegar hasta ciertos sitios, debido a que los caminos solamente afirmados y sin asfaltar, se tornaban pantanos fangosos muy difíciles de vadear en esas temporadas.

Febrero, es también, mes de vacaciones escolares y mi papá no encontró mejor ocasión para llevarme con él a esa Feria. Lo mejor de todo sería (me lo dijo sabiendo que me encantaría) que parte del viaje sería hecho a caballo. Así que hacia allá nos embarcamos, una mañana de ese mes en la cabina de un camión Ford rojo que tenía el sugestivo nombre de "Con Locura".

Pasado el medio día, ya habíamos dejado las tierras llanas de la costa y comenzaba la interminable sucesión de subidas, curvas; más subidas, precipicios y otra vez más curvas y bajadas, hasta remontar la cordillera. Con el atardecer llegaría el frío intenso y la prematura oscuridad de la serranía.

Bien avanzada la noche llegamos a Cochabamba y allí dormiríamos, porque muy temprano al día siguiente, tomaríamos las "bestias" que nos llevarían hasta Sócota.

Se ha quedado grabado en mi mente, lo duro que es meterse en una cama helada y taparse con una tonelada de colchas que solo agrega peso al ya doloroso frío. Poco a poco, muy lentamente, las temperaturas se van nivelando y el cuerpo se duerme con la certeza de que el menor movimiento, provocará una puñalada de hielo de la que tardarás otro "poco a poco" en recuperarte.

El amanecer aun oscuro, trajo la excitación de las cabalgaduras en la calle que nos esperaban para iniciar el viaje. No pudiendo esperar más y olvidándome del frío, me asomé al balcón y vi las sombras de los arrieros y las acémilas que constituían la caravana. Eran cuatro mulas y dos caballos, cinco de silla y uno de carga.

Asignaron los caballos a mi papa y a mí y a los banderilleros y al sobresaliente, le tocaron las mulas.

Hay un olor en la sierra muy característico, huele a eucalipto y tejas y tierra mojada y a los caballos (yo me negaba a llamarles "bestias" como lo hacían la gente de allí) Los caballos y su sudor y los aperos, agregaron otro sello a la impresión de ese viaje que jamás olvidaré.

Fui el primero en montar mientras mi papá conversaba con los banderilleros y los arrieros cargaban la mulita que empequeñecía aun más al peso de las espuertas y maletines.

No sé porque, pero me ha quedado la impresión que los equinos en la sierra, todos, tienen los ojos tristes, la cara resignada y el cuello horizontal, para mi fue desilusionante, con la luz de la mañana, comprobar que mi caballo no se parecía en nada a los que había visto en el cine o las revistas de Rocky Lane, Gene Autry o Roy Rogers. Por mas esfuerzos que hacia, no lograba que mi jamelgo levantara la cabeza o apurara el paso cansino que llevaba toda la caravana.

Los caminos de herradura y su angosto trecho, cortan las montañas en serpenteantes y empinadas subidas y bajadas que bordeando precipicios o yendo al hilo del río, conectan los valles que separaran los pueblos. Almorzamos en Cutervo y continuamos cabalgando toda la tarde hasta el anochecer, hasta que finalmente, el arriero que siempre iba a pie y por delante, nos indica que “allí no más” esta Sócota.

Efectivamente, se veían las luces allá abajo y hasta se podían oír y ver los destellos de los “cuetones” pero, nos tomaría mas de dos horas llegar al pueblo. Así es la sierra peruana “aquicito no más” toma en cuenta la distancia, más no el tiempo, que parece no importar a nadie.
El bullicio de la gente en las calles y los toldos y los grupos y la música, contrastaba con el silencio de los caminos que nos habían traído hasta allí. Sin demora fuimos al hotel, luego a cambiarse e ir al parque a comer los dulces de la Feria y mi papá a buscar a la “gente del Comité” para finiquitar negocios. Un día de descanso y dos días de corrida había aun por delante.

-II-

Nada debe haber tan deseado que un buen descanso y reparador sueño después de quince horas continuas de cabalgata y eso, me dispuse a tener.

Sin embargo, al acostarme, aun sentía el bamboleo de la montura, el resoplido de los belfos del cansado caballo al completar una subida o el murmullo del río en la oscuridad.

De todo lo sucedido durante el viaje, la noche era el más reciente y persistente recuerdo; quizás es la sensación de vulnerabilidad que te invade al tener que soltar las riendas, sujetarse de la silla y dejar que el animalito que montas, te conduzca por los negros túneles de camino; unos caminos para mi inciertos y que solo él conoce a fuerza de haberlos recorrido, al menos, en eso confías. Algo tuvo esa experiencia que me siguió hasta la cama y no me dejo dormir por muchas horas.

La alegría de la mañana serrana en tiempo de feria, comienza con los “albazos”, una imprudente costumbre en los pueblos, de despertar a la gente con la primera luz de la madrugada a punta de “cuetones” y bulliciosas bandas que me pareció, pasaban todas bajo la misma ventana del cuarto de hotel donde nos alojamos. Que pereza, pero era fiesta y había que levantarse.

Sin agua corriente ni desagüe, el cuarto tenia un “lavatorio” montado en un soporte metálico de tres patas, con una jarra en medio, jabonera y toalla colgando de un costado. El agua helada endurecía los dedos y la cara al lavarse, ¿y el jabón? el jabón se ponía terco a salir con la poquita agua que soportaban mis manos. BRRRRR que fríooo...La recompensa a ese martirio vino con el desayuno que tan rico como abundante nos halagaban a los forasteros.

“¿Tu papá es el torero, no?” y “¿ no tienes miedo cuando torea?” Esas eran las preguntas a las que tuve que acostumbrarme a contestar todas las veces que acompaña mi padre por las ferias. La verdad es que nunca tuve miedo, tenía la ciega y absoluta confianza que mi papá era “el mejor” y él se encargó de que yo me lo haya ido creyendo corrida tras corrida, temporada tras temporada, año tras año.

Para mí, los otros toreros empequeñecían ante su valor, la gente en los tendidos parecían darme la razón y los toros le respetaban porque les podía, o porque en el ruedo, él se ponía más bravo que ellos.

Las veces que he “compartido burladero” con mi padre “sirviéndole las espadas” o simplemente allí porque las autoridades me lo permitían; esas veces, he podido captar la vida, sus retos y la respuesta de un hombre a su destino.

Desde el momento que sale el toro a la plaza queriendo llevarse el mundo prendido de sus astas, hasta el instante”, ese “mágico instante, en que los toreros deciden que las características de sus embestidas “están vistas” y hay que “ir al toro”.

En ese lapso, que mi padre llamaba “cargar la carabina”; el valor, tiene que vencer al miedo, la decisión debe doblegar el instinto de conservación y la inteligencia debe hacer acopio de toda la experiencia y oficio para plantear la distancia del primer lance, la estrategia del primer contacto con media tonelada de enfurecida carne que con dos puñales por delante, arremete contra cualquier cosa que se mueva.

Algunas veces, quizás inflamado por un instantáneo torrente de pundonor, Paco Céspedes echaba las dos rodillas a tierra y abriendo los brazos, bajaba las manos haciendo terso el capote y congelaba en el tiempo, una estampa al desafío…una estampa que detiene no solo el instante, sino también el latido del corazón de los espectadores que saben que el reto no es solo al toro, sino también a sí mismo. Luego, como continuidad y remate a la suerte, venía una soberbia larga cambiada que hacía estallar los tendidos en ovación.

Yo desde mi burladero, sentía el piso remecerse al paso del toro que se revolvía pronto para atacarlo de nuevo y encontrarse con sus tersas, lentísimas y engarzadas verónicas que depositaban la desconcertada fiereza del animal, en el centro mismo del anillo. “Bravo Paco, eres lindo cholo, ¡carajo!..” Sobresalía la voz de algún espectador sobre el estruendo de los aplausos, mientras mi padre venía desmonterado al burladero por un sorbo de agua.

En Sócota, la primera tarde fue un éxito y era reconfortante regresar al Hotel después de la corrida, la tensión ya ida, el descanso a estar parado por tres horas, la satisfacción del triunfo y el ayudar a desvestirse a mi papá que mientras lo hacia, no paraba de comentar las incidencias de la tarde con la gente que llegaba a verlo repartiendo enhorabuenas mientras por otro lado, el mozo de espadas se encargaba de colgar la camisa empapada de sudor, poner el traje en la silla, sacudir las zapatillas, limpiar espadas y doblar muletas y capotes.

Siempre me llamó la atención la forma tan parca y seca como mi papá hablaba con Juan Poma, su banderillero de mas confianza. En la plaza, eran solo palabras cortas que encerraban quizás, docenas de instrucciones como lidiar un toro: “bien Juan”…“allí”…“tócalo”…tápate”. A veces ni eso, solo un gesto o una mirada, instruían sobre que hacer o donde estar.Todo un misterio para mí.

Esta parquedad entre ambos, se manifestaba también al finalizar una corrida. “Bueno, ya se mató”, se decían al encontrarse.

¿Que encerraba eso? Con el tiempo lo he sabido. Significaba: cumplida otra jornada de trabajo, mañana será otro día. Indudablemente para ellos, esto del toro, más que una afición o una expresión artística, era la forma de ganar el sustento para su gente. Un oficio como cualquier otro. Aparentemente.

-III-

La segunda tarde mientras mi papá “se perfilaba” para matar el último toro, me distraje con algo y cuando volví la cara hacia el ruedo, él no estaba, pensé que habría ido a ver algo entre barreras, pero el toro estaba allí en la plaza, muerto sin arrastrar; había murmullos, la corrida ya terminada, pero la gente no se movía de sus asientos.

Durante las corridas suceden muchas cosas, nada realmente asombra; pero esta vez el sobresaliente traía la muleta y la espada de mi papá. Allí me di cuenta que algo no estaba bien, pero no podía moverme del burladero, las cosas de torear estaban conmigo. Se podían perder si las descuidaba.

Continué doblando los trastos y fue cuando llegó uno de los banderilleros y me dijo: Pepe, tu papá tiene un “puntazo”, no es nada, se apresuró en aclararme; ha ido a la casa del doctor Delgado para que lo curen, vamos llevando las cosas al hotel. Así lo hicimos y por la noche trajeron a mi papá, estaba semi-sentado en un sillón y sujetándose con ambas manos de los brazos del mueble. Disimuló su incomodidad y me ordenó ir a comer con el resto de la cuadrilla.

Cuando regresé, él estaba ya en la cama durmiendo y recién al mirar la ropa de torear, pude ver un orificio en la taleguilla por donde había penetrado el pitón, había poca sangre y eso, aunque me alivió, me confirmó que el toro lo había calado.

El viaje de regreso, se retrazó un día por el accidente, y ese día lo pasamos en la casa del doctor Delgado que era donde también tenia su consultorio. Fuimos para la curación y era evidente que mi padre trataba de ocultar su dolor en todo momento. Ese día, llegó a mi vocabulario el significado de la palabra “escroto” o sea la bolsa en la cual se alojan los testículos, allí había sido el puntazo que había desgarrado tejidos y habían tenido que suturarlos con las limitaciones que existen en los pueblos chicos de la sierra peruana.

Se hacía necesario y muy urgente que lo vea un especialista, pero Chiclayo quedaba a 27 horas de viaje, quince de ellas a lomo de caballo.

Para el viaje de regreso, hubo que adaptarle una silla de montar de dama, de esa en que las piernas cuelgan para el mismo lado, y posiblemente darle a mi papá una dosis extra de anestesia y analgésicos.

La vida me ha dado oportunidad de ver muchas cosas, sentir muchas emociones, recibir muchas lecciones; pero lo que viví en ese viaje, ha sido la demostración más palpable de estoicismo que he podido ver y demorado en comprender; quizás, asumiendo en ese tiempo y con la lógica mentalidad de niño, que él, mi padre, era más grande que su dolor.

Procurando, que mi caballo vaya siempre delante para que no me preocupara por su condición, mi papá había ordenado a los banderilleros que me distrageran; pero cuando yo volteaba a mirarle, él traía su peso reposando sobre sus manos, tratando de mantener su cuerpo suspendido sobre los brazos.

Día y medio después ya en Chiclayo, noté que sus muñecas estaban descomunalmente hinchadas y amoratadas por el esfuerzo.

No se cuanto cobraría mi padre por esas dos corridas, pero lo que si sé, es que cada sol ganado con ese contrato, debería estar puesto en un altar a la devoción y el agradecimiento a quien tanto nos ha dado en esta vida y de la forma como lo ha hecho. Dios te bendiga siempre padre bueno.

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